Os cuento nuestras reflexiones sobre el Camino de Madrid, que es el texto que sirvió de guión al reportaje (es un poco ladrillazo):
Que el primer paso hacia Santiago sea el que se da cuando el peregrino
cierra la puerta de su casa otorga a su Camino una significación
distinta, que añade a la ilusión por el viaje que se emprende el sentido
más puro que el caminante puede encontrar. Es en ese preciso instante
cuando el corazón y el cerebro empiezan a dejar atrás los problemas de
la vida diaria; así, no hay que esperar a coger un tren, o un autobús
para desplazarnos a un punto de partida predeterminado. Es una expresión
clara del albedrío y de la vocación de libertad que nos recuerda que al
peregrino no hay que decirle dónde tiene que empezar a caminar, no hay
que encarrilarlo ni dirigirlo.
Salir desde casa, además, nos recuerda que otros medios de transporte no
son necesarios y que sólo en los últimos 100 años de los 1.000 que el
Camino de Santiago tiene, el peregrino tiene la opción de elegir un
punto de partida distinto; ¿por qué emplear un día para esperar el
inicio de la peregrinación? Salir desde casa es dar autenticidad a
nuestro periplo, es sentirse uno más de los millones de personas que
como nosotros han ido haciéndolo a lo largo de los últimos diez siglos.
El peregrino es su propio vehículo, y busca completar, a través del
Camino como nexo de unión, un viaje increíble que le llevará a postrarse
ante la tumba del Apóstol Santiago, después de treinta días que serán
como treinta vidas.
Ya sea desde la capital o, como en nuestro caso, desde una localidad del
extrarradio, lo primero que debemos hacer es dirigirnos a la iglesia de
Santiago, donde recibiremos la bendición del peregrino y obtendremos
nuestra credencial, que acreditará el paso por aquellas poblaciones que
jalonan el Camino hasta llegar a Santiago.
Salimos desde Majadahonda, y tenemos la suerte de que nuestros primeros
pasos discurran por un agradable paraje, el Monte del Pilar, donde
veremos los primeros rayos de Sol de esta marcha hacia Santiago: pero
primero hay que dirigirse a Madrid. En dos horas de plácido paseo
alcanzamos Pozuelo, que cruzamos hacia Aravaca, desde donde buscamos por
dónde salvar la vía del tren y la Carretera de Castilla para entrar en
la Casa de Campo. Nuestro contacto con la ciudad se produce después de
atravesar la M-30 por una pasarela, que nos lleva a la ribera del
Manzanares, junto a la Avenida de Valladolid. Desde ahí, ya sólo queda
ascender hasta las inmediaciones del Palacio Real para llegar a la Plaza
de Santiago, donde se encuentra la Iglesia del mismo nombre.
Este templo es una píldora jacobea en el centro de Madrid, y el rato que
pasamos dentro es tremendamente evocador de tantas y tantas iglesias
como se encuentran en el Camino Francés. Nos sentimos durante nuestra
estancia allí totalmente inmersos en el Camino.
Luego, toca cruzar Madrid de punta a punta. El caminar urbano es
especialmente estridente cuando nuestros pasos han de llevarnos a
Santiago de Compostela. La agresividad urbana se hace especialmente
manifiesta, lo que obliga al peregrino a realizar un esfuerzo de
introspección, de aislamiento, que ayude a hacer más llevadero el
tránsito por la ciudad. Así será durante toda la primera jornada, que
nos llevará hasta la plaza de Castilla a partir de donde, al día
siguiente, empezaremos a dejar atrás la gran urbe, y donde nuestros
pasos cambiarán el asfalto de las calles y el cemento de las aceras por
naturaleza, luz, y aire puro.
Esa primera jornada en la que hemos llegado andando al centro de Madrid y
lo hemos recorrido de sur a norte buscando las flechas amarillas nos
recuerda qué distintas se nos hacen las distancias en comparación con
cuando las recorremos en nuestros quehaceres diarios. Finalmente, tras
25 kilómetros caminados desde esta mañana a primera hora buscamos donde
descansar para afrontar la larga etapa del día siguiente.
Ya en marcha por la mañana temprano, durante gran parte de la jornada el
ruido, los coches y la civilización se resisten a desaparecer. Habrá
que dejar muy atrás Tres Cantos para cambiar el rumor de los coches en
la autovía por el trino de los pájaros, y los humos por el aire limpio y
el campo abierto. Es en ese momento cuando el peregrino ve cómo las
incertidumbres se transforman en certezas, y donde empieza a disfrutar
de manera plena de su viaje. Empieza, pues, a apreciar cómo la velocidad
para la que el ser humano está diseñado en sus desplazamientos es la de
caminar. Esta constatación convierte al peregrino en un componente más
del contexto natural en el que ahora se encuentra. Caminar, por lo
tanto, nos hace advertir que somos una parte del todo en el que
discurrimos, y nos otorga una mirada distinta de lo que nos rodea. Qué
sensación más auténtica y más agradable.
La llegada a Colmenar nos devuelve, por un instante, a un entorno
ruidoso y urbano, pero ya no importa, ya no hay ruido, carretera o
tráfico capaz de desconcentrarnos.
Después de los 34 kilómetros caminados desde Madrid, y sólo dos jornadas
después de haber dejado atrás nuestra casa nos sentimos ya mucho más
cerca de la plaza del Obradoiro que del Madrid que se resiste a dejarnos
ir.
Al día siguiente caminamos ya, de lleno, imbuidos en un entorno
totalmente natural. Hoy, salvo un punto en que el Camino cruza una
carretera, no volveremos ya a ver ni un sólo coche hasta llegar a
Manzanares el Real, donde casi estaremos acariciando la sierra de
Guadarrama.
Esta es la jornada donde nos encontraremos con varios peregrinos. Más
que por el macuto y el bordón los peregrinos se reconocen por su hablar,
por su la pasión Jacobea que ya destilan las primeras cuatro palabras
que cruzamos con ellos. El primer grupo que nos encontramos nos ofrece
compartir su almuerzo con nosotros, que aceptamos gustosamente.
Charlamos un rato, cómo no, sobre los caminos que cada uno ha recorrido y
también sobre hasta dónde quieren llegar en este. Sale también a
colación lo problemático que para muchos parece resultar la escasa (por
no decir nula) dotación de albergues en el tramo madrileño del camino.
Nosotros pensamos, en ocasiones, que quizás la existencia o no de
albergues condiciona en exceso la manera de peregrinar; y, también, que
produce una inevitable masificación, lógica por otra parte si se
entiende que el Camino gusta, pero gusta más si sale baratito, y esto es
una llamada a tanta gente que emplea el dinero que se ahorra en el
Camino en irse luego de vacaciones a Punta Cana o adonde sea. A
nosotros, la verdad, nos da un poco de pena ver cómo muchos peregrinos
convierten cada etapa en una carrera de velocidad para conseguir una
litera en un albergue. Por no hablar de vergüenza ajena al comprobar que
ciertos caminantes (a los que me resisto en calificar de peregrinos)
acortan su recorrido en autobuses o coches de apoyo y luego pretenden
dormir gratis (o casi) en los albergues de peregrinos, hurtando a
quienes han caminado durante muchos kilómetros cargados con sus
pertrechos el lugar que les corresponde en los albergues, que si
existen, es precisamente por y para ellos.
Es curioso lo de los encuentros con otros peregrinos. Pasarán los días y
comprobaremos que se hacen amigos de una jornada, o de dos, y resulta
extraño no ir junto a ellos ya para siempre, sobre todo cuando son los
primeros compañeros de ruta, pero claro, cada uno lleva su ritmo. Y
también el tiempo nos enseñará que hemos venido a andar sin demasiadas
compañías.
Llegando ya a Manzanares el caminar se vuelve perfecto: es lo que
llamamos “momentos Camino”, en los que todo es armónico y el espíritu
jacobeo nos visita y nos acompaña. Son los momentos en los que nos
invade la idea de la apabullante simplicidad de la vida en el Camino, de
lo sencillo que resulta todo y de lo poco que realmente es necesario
para vivir: sólo lo que llevamos en nuestros macutos. Se ve ahora que lo
material es nada.
El camino es amplio, hay horizonte, mucho, este es el Camino que siempre
soñé andar… es infinitud, soledad y piedras, es el silencio que deja
pasar sólo los sonidos del alma.
Nuestros corazones se sienten tranquilos, y nuestros cuerpos encajan la
caminata con naturalidad. Disfrutamos de cada paso, de cada cielo, de
cada esfuerzo; de cada privación y también, claro, de cada asueto.
La salida de Manzanares hacia Cercedilla constata la inminencia de la
frontera natural entre Madrid y Castilla y León, que es la Sierra de
Guadarrama. Antes, nos detenemos unos minutos en el puente que cruza el
río Manzanares; nada hay de improvisación, nada es azar, está el puente
justo donde debe, en el exacto lugar en que el descanso cobra sentido y
el agua que baja recuerda al peregrino que la vida es un discurrir y que
nada puede la voluntad contra los imperativos de su cauce.
Ya en ascenso constante, y con los berrocales de La Maliciosa a nuestra
derecha como testigos, vamos pasando las poblaciones de El Boalo (que
queda un par de kilómetros apartado del Camino), Mataelpino y
Navacerrada, desde donde se desciende ya al valle de Fuenfría antes de
llegar a Cercedilla.
Al día siguiente, afrontamos una etapa dura y exigente, tanto por su
longitud (más de treinta kilómetros entre Cercedilla y Segovia) como por
el desnivel que hay que salvar, que es la subida al alto de la
Fuenfría. Utilizamos el paso abierto hace siglos por los segadores
gallegos, en su tránsito hacia los campos cerealísticos de Castilla.
En pleno ascenso, lo milenario (que es el Camino) coincide con lo
bimilenario, que es la Calzada Romana; allí, los bloques de piedra
ordenadamente colocados que quedan de lo que otrora fue la vía no hace
sino acentuar el sentido verdadero de la perdurabilidad de la
peregrinación, porque el tiempo puede hasta con las piedras, pero no con
la fuerza inmensa de la peregrinación, y comprendemos que lo eterno se
compone de fugacidades encadenadas, que son los pasos que por aquí
anduvieron dando ánimo a otros que llegaron, y en esa cadena están ahora
también nuestros pies, con esa misma intención de proporcionar
eternidad a sus propietarios.
Las piedras sobre la tierra nos traen el pensamiento sobre el telurismo,
Hay lugares del Camino donde conviene detenerse, como este, y como en
muchos otros, como bajo el Arco de San Antón, llegando a Castrojeriz, o
en muchos otros nada significados pero que suscitan una intiución nueva,
desconocida, en el peregrino. Nada más necesario que ese ánimo, ni más
imprescindible parar, respirar y sentir el torrente jacobeo en cada
porción de uno. Tiene que ver todo esto con el telurismo: tierra,
Camino, pies y cielo, es un hilo conductor vertical e invisible que
mueve las marionetas que somos los peregrinos hacia Santiago de
Compostela.
Después, elegimos el senda más corta pero empinada que nos ha de llevar
al alto, a través de la calzada borbónica; el esfuerzo merece la pena, y
el coronar significa que ya estamos en otra tierra; y luego vendrá
otra, y una distinta después… Cada provincia tiene su color y su aroma,
cada sitio tiene una tierra aunque la tierra sea esta misma en todas
ellas, aunque cambien cosas al pasar de una a otra… cambia casi todo en
la frontera misma entre una y otra provincia: cambia el barro, y el
ancho del camino. Cambia el cielo. Cambia el aire y pareciera también
que cambia la luz del Sol; pero tanto cambio acaba significando, quizás,
que el cambio no es tal, que nada cambia cuando cambia todo, que es la
mano del hombre la que trata de alterar lo inamovible.
Tras descansar en el alto, queda un descenso continuado hasta Segovia,
después de dejar a un lado Valsaín y La Granja.
Hoy hemos encontrado mucha soledad, sin pueblos ni aldeas ni carreteras
ni nada de nada: sólo Camino, sólo ella, sólo yo, sole-dad; Camino y
soledad, embroque que abre los ojos del corazón a la luz del
conocimiento, y las ventanas del alma a las brisas de la certidumbre.
Da igual cual sea el motivo por el que se peregrina: sea cual sea el
originario, la percepción sobre el Camino cambia a cada paso, y el
peregrino se va dando cuenta de que ya no necesita razones para caminar,
sino para no dejar de hacerlo. En todo caso, sea por motivos
religiosos, por una promesa, por hacer deporte, por senderismo
“ilustrado”, o simplemente por desconectar, Santiago lo agradece por
igual; y el peregrino lo percibe: el último que paso que da cuando llega
a la Plaza del Obradorio es, siempre, el primero del siguiente Camino:
el sueño no es ya empezar a caminar, es no dejar de hacerlo. La
espiritualidad, si no es originiaria, desde luego puede decirse que será
sobrevenida. Es inevitable.
Viene esto a cuento porque ahora parece que todo esto de la
peregrinación es herencia de ancestrales ritos paganos. Lo cierto es que
se rinde tanto culto a lo pagano que ya quisiera el cura de mi pueblo
que la mitad de sus parroquianos se aplicasen con semejante pasión y
devoción a sus deberes religiosos como puede verse aquí en lo ritual y
agnóstico. Cada cuál lo haga por lo que quiera o por lo que crea; así
debe ser.